Poema de Gilgamesh

Explora el "Poema de Gilgamesh", una de las obras literarias más antiguas de la humanidad. Sumérgete en la epopeya de un rey en busca de la inmortalidad y descubre las profundas reflexiones sobre la amistad, la pérdida y el significado de la vida. Acompáñanos en este viaje a las raíces de la narrativa.

Nota: La lectura debe hacerse por columnas ya que no todas las tablillas tienen la misma cantidad de texto

TABLILLA I — El rey sin igual

En los días en que los dioses caminaban entre los hombres,
cuando el mundo era joven y las ciudades recién nacían,
los grandes An y Enlil dieron forma a un rey extraordinario:
Gilgamesh, soberano de Uruk,
dos tercios divino y un tercio humano,
fuerte como un león, sabio, hermoso y terrible.

Su ciudad era un prodigio de piedra y arcilla:
murallas tan anchas que tres hombres podían caminar hombro con hombro,
torres que miraban al horizonte, templos erigidos a los dioses
y puertas de cedro traído de tierras lejanas.

Pero el corazón de Gilgamesh estaba lleno de orgullo.
No había rey que lo igualara en fuerza,
ni hombre que pudiera resistir su voluntad.

Tomaba para sí los más nobles privilegios,
oprimía al pueblo con trabajos sin fin,
y nadie encontraba descanso bajo su cetro.

Los habitantes de Uruk lloraron a los cielos:

“¡Oh dioses, cread un igual para él!
Que alguien enfrente su fuerza
y devuelva la paz a nuestra ciudad.”

Los dioses escucharon.
Aruru, la diosa de la creación, tomó arcilla del suelo sagrado,
la humedeció con agua pura
y moldeó un hombre salvaje:

Enkidu.

Cubierto de pelo como un animal,
viviendo entre las bestias en las llanuras,
rompía trampas de cazadores y liberaba a los ciervos.
No conocía el pan, ni la ropa, ni la palabra humana.
Era la fuerza de la naturaleza misma.

Un cazador lo vio y, temiendo por su sustento, viajó a Uruk para advertir al rey.

Gilgamesh dijo:

“Busca a Shamhat, la mujer consagrada,
cuyo conocimiento civiliza a los hombres.
Envíala al pozo donde él bebe.
Que ella lo atraiga, y entonces vendrá hacia nosotros.”

La mujer descendió al desierto,
y cuando Enkidu se acercó a beber, ella se mostró ante él desnuda,
y su belleza lo enlazó como un lazo divino.

Durante seis días y siete noches permanecieron juntos.
Cuando al fin volvió a los animales,
ellos huyeron:
ya no era uno de ellos.

Shamhat le habló:

“Ven conmigo a Uruk,
donde los hombres conocen el pan y el vino,
donde habita Gilgamesh,
más fuerte que cualquier rey sobre la tierra.”

Y Enkidu escuchó, pues una nueva voz hablaba en su corazón.
Así comenzó su marcha hacia la ciudad hecha por manos humanas,
hacia su destino entre los hombres.

TABLILLA II — El encuentro de los dos héroes

Enkidu caminó junto a Shamhat rumbo a Uruk.
Su corazón era todavía salvaje, pero su cuerpo ya conocía el deseo,
y la sabiduría de los seres humanos comenzaba a despertar en él.

En el camino aprendió a beber vino, a vestirse,
a ungirse con aceites perfumados,
y se maravilló del bullicio de la vida civilizada.

Pero en su espíritu ardía un propósito:
enfrentar al rey que dominaba a su pueblo con mano dura.

Shamhat le dijo:

“Gilgamesh va a unirse hoy a una novia,
pero lo hará antes que el esposo, pues ese es su derecho de rey.
Así ha sido siempre… y por eso el pueblo gime.”

TABLILLA II — El encuentro de los dos héroes (Continuación)

Al oír esto, Enkidu sintió una ira como fuego en su pecho:

“Iré a las puertas de Uruk.
Me opondré a él como una montaña ante la tormenta.
¡Ningún hombre tomará para sí a la esposa de otro mientras yo exista!”

Cuando llegaron, el pueblo lo miró con asombro:
un gigante con fuerza como la de un toro salvaje,
pero ahora vestido como un hombre.

En aquel momento, Gilgamesh marchaba hacia la casa nupcial,
resplandeciente con la majestad de la realeza,
seguro de su destino.

Enkidu se interpuso en la puerta y le habló sin temor:

“¡No pasarás, Gilgamesh!
Este acto no es digno de un rey.
Vengo a detenerte.”

Gilgamesh lo miró con soberbia:

“¿Quién es este que se alza ante mí?
¿Quién es este salvaje que osa desafiar al rey?”

Y Enkidu respondió:

“Soy tu igual.
He venido para contener tu fuerza desmedida.”

Las palabras ardieron como chispas sobre leña seca.

Se lanzaron uno contra el otro como toros furiosos,
las paredes temblaron con el choque de sus cuerpos,
y las puertas de cedro crujieron bajo su furia.

Se derribaron mutuamente en lucha feroz,
el polvo se alzó sobre ellos como una tormenta,
los ciudadanos se reunieron para observar en silencio,
asombrados de contemplar a dos titanes iguales.

Gilgamesh, en su orgullo, rugió:

“¡Ningún hombre puede derrotarme!”

Pero Enkidu lo sostuvo,
y durante un instante el rey sintió que su fuerza encontraba límite.

En medio del combate, Gilgamesh se detuvo,
y vio en los ojos de Enkidu no enemistad, sino destino.

Entonces el rey sonrió
y tendió la mano a aquel que era su rival.

“No has venido como enemigo, sino como hermano.”

Enkidu tomó su brazo,
y la ira de ambos se transformó en respeto.

Así nació una amistad destinada a cambiar el mundo:
Gilgamesh, el rey,
y Enkidu, nacido de la tierra.

Y juntos juraron buscar hazañas más grandes que el poder de cualquiera sobre los hombres,
para dejar un nombre imperecedero en la memoria de la humanidad.

TABLILLA III — El Bosque de los Cedros

el rey, nacido para mandar,
y el hombre forjado por los dioses para contenerlo.

Pero con la paz vino el tedio.
Gilgamesh, inquieto, miraba las murallas que él mismo había levantado y murmuraba:

“¿Es esto todo?
¿Dejaré solo muros y ladrillos cuando muera?
¿Qué nombre llevará mi memoria en el mundo?”

Enkidu le respondió con sabiduría nacida del desierto:

“Tienes reino, fuerza y largos días.
¿Por qué tentar a la muerte?”

Pero el corazón de Gilgamesh ardía con un deseo más profundo:

“Iremos al Bosque de los Cedros,
hogar de los árboles sagrados que jamás hombre ha talado.
Allí habita Humbaba, guardián terrible puesto por Enlil.
Si lo vencemos, nuestros nombres serán eternos.”

 

 

TABLILLA III — El Bosque de los Cedros (Continuación)

Enkidu se estremeció, pues conocía esa tierra antes de volverse humano:

“He visto el bosque…
su sombra es profunda como tinieblas,
y la voz de Humbaba es tormenta que derriba montañas.
No es destino para los mortales enfrentarlo.”

Pero Gilgamesh insistió:

“¿Nacimos para temblar?
La muerte nos espera de cualquier modo.
¡Hagamos algo que los dioses no olviden!”

Finalmente Enkidu cedió, aunque su espíritu temía lo que vendría.

Preparativos para la guerra

Los artesanos trabajaron durante siete días:
forjaron hachas de peso imposible,
espadas de filo como relámpago,
y escudos tan vastos como puertas de templo.

Gilgamesh tomó una espada de oro y lapislázuli;
Enkidu empuñó una lanza inmensa como rama de árbol celestial.

El pueblo de Uruk se reunió ante el templo de Nanna,
y las madres lloraron por los héroes antes de partir.

Enkidu, con el rostro oscuro, habló a Gilgamesh:

“No entres en el bosque sin pedir la bendición de tu madre.
Ella conoce los caminos de los dioses.”

Gilgamesh fue entonces ante Ninsun, la vaca salvaje de los dioses, su madre divina.
Ella subió al techo del templo, lavó su cuerpo con agua pura,
y levantó sus manos hacia el cielo:

“¡Oh Shamash, señor del sol,
guíalo en su viaje como guía al pastor y a su rebaño!
Permítele vencer al monstruo cuyo rugido es fuego.
Y haz que Enkidu sea su guardián fiel en el camino.”

Luego, Ninsun tomó a Enkidu entre sus brazos
y lo adoptó como hijo:

“De ahora en adelante, eres hermano de Gilgamesh.
Que lazos de sangre los unan en la batalla.”

El destino quedó sellado.

El comienzo del viaje

Los dos héroes salieron de Uruk acompañados por jóvenes guerreros,
pero pronto los dejaron atrás para avanzar solos.

Caminaron durante días sin número,
atravesando desiertos donde la arena devoraba las huellas,
subiendo montañas donde el viento hablaba con voz de espíritu.

Enkidu guiaba el camino, pero su corazón se encogía:

“He visto los cedros…
he oído el rugido de Humbaba.
¡Regresemos antes de ser devorados!”

Gilgamesh replicó:

“Si caigo, dejaré un nombre glorioso.
Si venzo, seré recordado para siempre.”

Y cuando llegó la noche, Gilgamesh soñó sueños proféticos:
montañas cayendo, estrellas peleando contra él,
y un hacha que aparecía ante su mano como si fuera su destino.

Cada vez, Enkidu interpretó los sueños con esperanza:

“Los dioses te protegen.
No temas, hermano.”

Y así, juntos, siguieron adelante hacia el Bosque de los Cedros,
hacia el rugido del guardián cuyo aliento era fuego y muerte.

TABLILLA IV — Camino al Bosque de los Cedros

El viaje fue largo y lleno de malos presagios.
Cada noche, cuando el fuego se extinguía y el cielo se volvía de obsidiana,
Gilgamesh soñaba sueños inquietos.

 

TABLILLA IV — Camino al Bosque de los Cedros (Continuación)

La primera noche, soñó que:

Las montañas caían sobre él,
y un hombre de fuego lo levantaba de entre las rocas.

Gilgamesh despertó con temor, pero Enkidu dijo:

“Ese hombre es Shamash, dios del sol.
Él te levantará siempre que caigas.
La victoria está contigo.”

En la segunda noche, soñó que:

Un hacha resplandeciente aparecía ante él,
y él la abrazaba como a un hermano.

Enkidu sonrió:

“Ese hacha soy yo.
Somos unidos por destino.”

En la tercera noche, soñó que:

Una tormenta rugía desde el horizonte
y lo envolvía con alas de fuego.

Enkidu interpretó:

“Es la protección de los dioses.
La tormenta no destruirá, sino que abrirá el camino.”

Pero mientras más avanzaban, más pesado se volvía el corazón de Enkidu.
Recordaba cuando vagaba libre en la naturaleza,
cuando veía desde lejos el bosque sagrado sin acercarse.

Llegada a los cedros

Al fin, tras días incontables, llegaron a tierras donde el aire olía a resina y a sombra.
Los árboles se elevaban como columnas vivientes,
sus copas tocaban el cielo
y no dejaban pasar la luz del sol.

Era un bosque como ningún otro,
un santuario viviente donde ningún hombre debía poner pie.

Enkidu tembló:

“Hermano… no podemos entrar.
Yo crecí en estas tierras.
Este bosque pertenece a Enlil.
Humbaba está allí, su rugido es trueno,
su aliento es fuego,
su boca es muerte.”

Gilgamesh puso su mano sobre el hombro de su hermano:

“No nacimos para retroceder.
Si los dioses quisieran nuestra muerte, ya estaríamos muertos.
Avanzaremos.”

Humbaba despierta

Los héroes prepararon un altar e invocaron a Shamash.
Cuando la plegaria terminó, los siete vientos descendieron sobre la tierra,
espíritus invisibles que rugían entre los árboles.

Aquel estruendo despertó al guardián.

Desde lo profundo del bosque llegó una voz que no era humana,
un rugido que estremeció el suelo:

“¿Quién invade mi morada?
¿Quién viene a destruir lo que Enlil me confió?”

Los árboles se sacudieron como si sintieran miedo.
Enkidu retrocedió un paso, su rostro pálido:

“Lo hemos despertado… ya no hay regreso.”

Gilgamesh respondió:

“Entonces avancemos.”

Tomaron sus armas y caminaron entre los cedros,
sus pasos resonando como tambores de guerra,
hasta que la sombra del monstruo se alzó ante ellos:
un ser gigantesco, con rostro de bestia y ojos de brasas,
cuya voz destruía la calma del mundo.

Humbaba habló de nuevo,
y su furia oscureció el bosque:

“¡Gilgamesh, rey de Uruk!
¡He oído tu nombre en los cielos!
¡Ven, y morirás en este lugar sagrado!”

Enkidu gritó:

“No lo escuches, ataca ahora.
Si dudamos, él nos destruirá.”

El bosque se cerró alrededor de ellos,
y el guardián se lanzó con furia ancestral.

TABLILLA V — La batalla contra Humbaba

TABLILLA VI — Ishtar y el Toro del Cielo (Continuación)

TABLILLA VII — La muerte de Enkidu

TABLILLA VIII — El duelo de Gilgamesh

Humbaba avanzó como un diluvio sobre los héroes.
Su rugido estremeció los troncos,
y su aliento ardiente oscureció el aire como humo de tormenta.

Gilgamesh levantó su espada,
pero sus rodillas flaquearon ante la presencia del monstruo.

Enkidu lo sostuvo:

“¡No retrocedas!
¡Si caes ahora, caeré contigo!
Recuerda por qué vinimos:
no a vivir para siempre, sino a vivir con gloria.”

Las palabras devolvieron al rey su furia.
Se lanzó contra Humbaba,
y el bosque se llenó de destellos metálicos y gritos.

Pero el guardián era más rápido que una serpiente,
más fuerte que los toros sagrados de los dioses.
Atravesó árboles con sus embestidas,
derribó raíces como si fueran paja.

Gilgamesh retrocedió, jadeante.

Humbaba rió con voz de tormenta:

“Me han desgarrado con vientos, me han despertado con fuego,
¿y tú vienes a robar mi bosque?
¡Regresa a Uruk antes de que la tierra beba tu sangre!

La intervención de Shamash

En ese momento, los cielos se abrieron.
Los siete vientos enviados por Shamash se lanzaron contra Humbaba,
atormentándolo desde todas direcciones;
sus alas invisibles lo empujaban, lo cegaban, lo inmovilizaban.

El monstruo cayó de rodillas.

Tembló la tierra y el guardián rugió:

“¡Me han traicionado los dioses!”

Gilgamesh levantó la espada para dar el golpe final…
pero Humbaba habló con voz distinta,
no feroz, sino desesperada:

“Gilgamesh… te haré rey de los bosques.
Seré tu servidor para siempre.
¡Perdóname la vida!”

Gilgamesh dudó.

Su corazón se ablandó ante la súplica del enemigo.

Pero Enkidu gritó con ira:

“¡No lo escuches!
Toda su voz es engaño.
Si vive, te maldecirá.
Si muere, tu fama será eterna.”

Gilgamesh miró a su amigo,
y en su rostro vio destino.

Alzó la espada.

Con un solo golpe
la cabeza de Humbaba rodó entre los cedros.

El bosque tembló.
Las sombras lloraron.
El viento se detuvo, horrorizado ante el silencio.

El espíritu del bosque se desvaneció,
y la tierra quedó huérfana.

Consecuencias

Los héroes talaron los cedros más grandes
y construyeron con ellos una puerta gigantesca para Uruk.
El bosque quedó despojado de su guardián,
y los árboles parecían inclinarse como dolientes.

Enkidu caminó sobre los restos del monstruo y murmuró:

“Hemos vencido…
pero los dioses no olvidan.”

Y aunque la gloria llenó el corazón de Gilgamesh,
el destino ya había comenzado a moverse contra ellos.

TABLILLA VI — Ishtar y el Toro del Cielo

Tras la victoria sobre Humbaba, Gilgamesh y Enkidu regresaron a Uruk como héroes.
Los muros resonaban con el júbilo del pueblo,
y los nobles trajeron vino y ofrendas,
pues los cedros sagrados se habían convertido en botín y gloria.

Gilgamesh lavó su cuerpo de la sangre del guardián,
se vistió con ropas nuevas y coronas de lapislázuli,
y la belleza de su realeza resplandeció como el sol del amanecer.

Fue entonces cuando Ishtar, diosa del amor y la guerra,
lo vio desde lo alto de la ciudad.

Su corazón ardió en deseo.

Bajó de su palacio celestial y habló al héroe:

“Gilgamesh, tú eres el más hermoso de los hombres,
el más fuerte, el más digno de amor.

Sé mi esposo,
y te otorgaré reinos sin fin, carros tirados por leones,
príncipes a tus pies y dones de los cielos.”

Sus palabras eran dulces como miel
y terribles como una lanza envuelta en flores.

Pero Gilgamesh la miró con dureza y respondió:

“¿Por qué debería tomarte por esposa?
¿Qué amante tuviste que no acabara destruido?
A Dumuzi lo condenaste al inframundo.
Al león lo encerraste en fosas.
Al caballo lo agotaste con riendas y látigo.
Al pastor que te ofreció banquetes
lo convertiste en lobo para ser cazado.
¿Y yo?
¿Sería también tu próxima víctima?”

Ishtar, humillada ante el pueblo, estalló en furia.
Corrió al cielo, ante el trono de An, su padre:

“¡Padre mío, Gilgamesh me ha insultado!
Dame el Toro del Cielo
o romperé las puertas del inframundo
y liberaré a los muertos contra los vivos.”

An dudó, pero ella no cedió.
Finalmente dijo:

“Si te lo doy, que primero haya hambruna en la tierra.”
“Lo aceptaré.”
“Que luego haya sequía sobre el pueblo.”
“Lo acepto.”

Y así le entregó la cuerda del Toro.

El Toro del Cielo desciende

El monstruo cayó sobre Uruk desde las nubes,
sus pezuñas abrían grietas en la tierra,
su aliento levantaba tormentas de arena,
y cientos perecieron bajo su embestida.

Gilgamesh y Enkidu tomaron sus armas y se lanzaron a la batalla.

El toro derribó casas,
tragó a los guerreros como viento entre hojas,
y el río se secó bajo su furia.

Gilgamesh lo atrajo hacia sí,
mientras Enkidu se subía a su cuello sin temor.

El toro bufó, sacudiendo el cielo,
pero Enkidu sujetó sus cuernos y gritó:

“¡Golpéalo ahora, hermano!
¡La victoria es nuestra!”

Con fuerza imparable, Gilgamesh hundió su espada
y el toro celestial cayó sobre la tierra,
sacudiendo la ciudad como terremoto.

El pueblo clamó:

“¡Gloria a los invencibles!
¡Gilgamesh! ¡Enkidu!”

Enkidu arrancó la cola del toro y la arrojó hacia el cielo en desafío:

“¡Así venceremos a todos los enemigos de Uruk!”

La maldición

Ishtar, desde lo alto de las murallas, gritó en ira:
sus sacerdotisas respondieron con lamentos y maldiciones.

Enkidu señaló a la diosa y dijo:

“¡Si bajaras aquí, te trataría como a él!”

El pueblo guardó silencio.
Los dioses oían cada palabra.

Esa noche, los héroes durmieron victoriosos.
Pero en los cielos, los dioses se reunieron:

“Han matado a Humbaba, guardián de Enlil.
Han matado al Toro del Cielo, enviado de An.
La balanza está rota.
Uno de ellos debe morir.”

Y fue decretado:

Enkidu sería el elegido.

El destino comenzó a oscurecerse.

TABLILLA VII — La muerte de Enkidu

Aquella noche, mientras la ciudad dormía y el viento soplaba silencioso entre los muros,
Enkidu tuvo un sueño oscuro como pozos sin fondo.

Despertó agitado, con sudor en la frente, y habló a Gilgamesh:

“Hermano… tuve un sueño aterrador.
Los dioses se reunieron en consejo.
An, Enlil, Shamash…
y también Ishtar, furiosa como fuego.”

Gilgamesh lo tomó por los hombros:

“No temas, los dioses siempre hablan en enigmas.”

Pero Enkidu continuó:

“Decidieron mi destino.

TABLILLA VII — La muerte de Enkidu (Continuación)

Dijeron: ‘Uno de los héroes debe morir por matar al Toro y a Humbaba’.
Y Enlil gritó: ‘Que sea Enkidu.’
Hermano… he sido sentenciado.”

Gilgamesh protestó con furia:

“¡No lo permitiré!
¡Iré al templo de Ninsun!
¡Clamaré ante Shamash!
¡No dejaré que mueras!”

Pero Enkidu sabía que el decreto de los dioses no tiene vuelta atrás.

La enfermedad

Al amanecer, su cuerpo comenzó a debilitarse.
Perdió fuerza en las piernas,
su respiración se volvió pesada,
su piel ardía como quemada por fuego divino.

Durante doce días y doce noches,
yacía delirando en su lecho,
maldiciendo a quienes lo habían llevado al mundo civilizado.

Primero maldijo al cazador que lo había descubierto:

“¿Por qué me sacaste del bosque?
Era feliz entre los animales.
Ahora muero entre humanos, lejos de la hierba y del viento.”

Luego maldijo a Shamhat:

“Tú me diste pan, vino y ropa,
pero también me diste muerte.
Me llevaste a este destino.”

Pero Shamash, dios del sol, habló desde lo alto:

“No maldigas a la mujer.
Ella te abrió la puerta al amor,
te dio a Gilgamesh como hermano,
te puso en el camino de la gloria.
Sin ella, tu nombre no sería recordado.”

Entonces Enkidu lloró y retiró sus palabras.

La despedida

Cuando supo que su fin era inminente, tomó la mano de Gilgamesh:

“Hermano… yo te acompañé para darte fama,
pero ahora la muerte me toma a mí primero.
Nunca veré de nuevo la luz del sol,
ni caminaré contigo por las puertas de Uruk.”

Gilgamesh lloró como nunca antes:

“¡No morirás!
¡Los dioses no pueden tomarme a mi hermano!
Yo lucharé contra la muerte, la desgarraré con mis manos.”

Pero la muerte no escucha súplicas.

La visión del inframundo

Poco antes de morir, Enkidu describió lo que vio en sueños:

“Vi una casa donde entran todos los que han vivido.
El polvo es su alimento, la arcilla su pan.
Los reyes yacen allí iguales a los esclavos.
Sus coronas están apiladas en montones olvidados.
El guardián es un pájaro con garras,
y la luz del sol nunca llega.”

Gilgamesh tembló, porque por primera vez comprendió
que incluso los reyes deben morir.

La muerte

Enkidu pronunció su último aliento al amanecer,
y la vida lo dejó silenciosamente.

El vínculo entre los dos héroes fue quebrado.

Gilgamesh colocó una mano sobre su corazón
y gritó hacia los cielos:

“Hermano mío…
¿por qué te tomaron?
¿Por qué no morí yo en tu lugar?
¡Escúchenme, todos los pueblos!
Lloren a Enkidu,
el más fiel amigo que jamás vivió.”

Uruk guardó luto.

Gilgamesh cubrió su cuerpo con pieles,
y caminó errante por la ciudad,
la corona desordenada, los ojos ardidos por lágrimas.

Por primera vez,
el rey de dos tercios divino
contempló el destino de los hombres.

Un cambio irreversible

Desde ese día, Gilgamesh ya no buscó gloria.
Solo una pregunta ardía en su corazón:

“Si Enkidu murió, ¿yo también moriré?
¿No hay modo de escapar del destino?
¿No existe la vida eterna?”

Y así comenzó su viaje final:

La búsqueda de la inmortalidad.

Gilgamesh permaneció junto al cuerpo de Enkidu sin apartarse,
como un león que vela a su compañero herido.
No permitió que lo enterraran,
no dejó que nadie tocara el cuerpo.

Durante seis días y siete noches,
lloró sobre él, cubierto de polvo y ceniza,
hasta que vio que los gusanos empezaban a aparecer en la carne de su amigo.

Entonces Gilgamesh gritó con horror:

“¡Enkidu, mi hermano!
La noche te ha tomado.
Tus oídos ya no escuchan mi voz.
Mi corazón teme todo lo que ahora sé:
yo también moriré.”

El rey rasgó sus vestiduras,
cortó su cabello,
y caminó por la ciudad como un hombre perdido.

Ordenó que todo Uruk llorara a Enkidu:
los nobles, los artesanos, las mujeres veladas,
los guerreros que bebieron con él,
los ancianos que narraban historias al alba.

“¡Llorad por Enkidu, el hijo del desierto!
¡Llorad por el compañero fiel del rey!”

Hizo traer un cofre de oro,
aceites perfumados,
lapislázuli y joyas traídas de reinos lejanos,
y vistió el cuerpo con honores de príncipe.

Los músicos tocaron flautas y tambores,
no en celebración, sino en lamento,
con notas largas como lluvia sobre tumbas antiguas.

El funeral

Gilgamesh ordenó construir una estatua en su honor,
tallada en cedro del bosque que habían conquistado juntos.

“Que todos los reyes futuros oigan su nombre.
Que ningún hijo nacido en Uruk olvide a Enkidu.”

Cavaron una tumba profunda junto al río,
y sacrificios sagrados acompañaron el rito:
toros, antílopes, corderos,
y vasijas de miel y cerveza para su viaje al inframundo.

Gilgamesh habló ante todos:

“Mi amigo, mi hermano,
un hacha para mi costado,
un escudo delante de mí,
mi manto, mi orgullo…
ahora te has ido, y estoy solo.”

Entonces sellaron la tumba con piedra
y el río fluyó alrededor de ella,
como si las aguas guardaran el nombre del héroe.

El surgimiento del miedo

Esa noche, Gilgamesh no durmió.
Miró las estrellas con ojos abiertos,
y por primera vez sintió frío en su alma.

“La muerte ha tomado a Enkidu.
¿Me tomará también?
¿Es ese el fin de todo hombre, incluso de los reyes?”

Su mente no buscaba ya gloria,
sino escape.

Así, Gilgamesh tomó su arco, su hacha y su capa de piel,
abandonó Uruk sin escoltas ni ceremonia,
y caminó hacia los confines del mundo.

“Iré a buscar a Utnapishtim,
aquel que sobrevivió al diluvio y obtuvo la vida eterna.
Él conoce el secreto que los dioses ocultan.”

Y el rey partió hacia tierras donde ningún hombre camina,
entre bestias, espíritus, desiertos y montañas ancestrales.

TABLILLA IX — La búsqueda de Utnapishtim

Gilgamesh caminó lejos de Uruk,
dejando atrás murallas, templos y coronas.
No buscaba ya gloria, sino respuestas.

Llevaba pieles sobre los hombros,
el rostro marcado por el llanto,
el cabello enmarañado como un vagabundo de los dioses.

“Si la muerte tomó a Enkidu, ¿me tomará también?
¿Por qué los dioses nos hicieron para morir?
¿Qué sentido tiene construir, si el polvo reclama toda obra?”

Así hablaba el rey mientras atravesaba montañas,
cruzando valles donde los lobos aullaban sin luna.
Los hombres que lo veían pasar no reconocían en él a un rey,
solo a un errante con mirada perdida.

 

TABLILLA IX — La búsqueda de Utnapishtim

El guardián del paso montañoso

Gilgamesh llegó a los Montes Mashu,
cuya entrada estaba custodiada por escorpiones gigantes,
seres cuyo aliento era veneno del abismo.

Sus ojos brillaban como brasas,
sus voces eran truenos sobre piedra.

El macho escorpión habló:

“Ningún mortal cruza estas puertas.
Detrás de ellas yace el camino del sol.
Si entras, nunca volverás.”

Gilgamesh respondió sin temblar:

“He perdido al amigo de mi alma.
La muerte me persigue como una sombra.
Debo encontrar a Utnapishtim,
aquel que obtuvo vida eterna.”

La hembra escorpión miró su rostro desgarrado y dijo:

“Su pena es verdadera.
Déjalo pasar.”

Y las puertas se abrieron,
mostrando un túnel largo como la noche antes del alba,
donde el sol viaja cada día hacia el oriente.

Gilgamesh entró sin mirar atrás.

 

La travesía en la oscuridad

Durante doce leguas caminó sin luz,
sin luna, sin estrellas, sin sonido.
El túnel era un vientre eterno.

Su corazón temblaba,
pero seguía adelante.

En la undécima legua, sintió flaquear sus piernas.
En la duodécima, vio luz en la distancia,
y salió de la oscuridad hacia un jardín increíble.

El Jardín de los Dioses

Ante él se extendían árboles cuyas frutas eran gemas:
granadas de rubí, hojas de esmeralda,
ramas que brillaban como oro en el agua.

El aire era dulce, la brisa suave,
y ninguna sombra amenazaba.

Allí encontró a Siduri, la tabernera divina,
una mujer sabia, sentada junto al mar de la muerte.

Ella vio a Gilgamesh y se alarmó:

“¿Quién eres tú, de aspecto salvaje,
con el corazón roto y mirada de muerto viviente?
¿Por qué vagan tus pies por el camino de los dioses?”

Gilgamesh respondió:

“Soy el rey de Uruk.
Mi hermano Enkidu murió,
y la muerte se burla de mí.
Busco a Utnapishtim.
Él conoce el secreto de vivir para siempre.”

Siduri suspiró:

“Gilgamesh, nadie puede escapar del destino.
Los dioses dieron la vida a los hombres,
pero retuvieron la inmortalidad para sí mismos.
Come, bebe, celebra el día que tienes.
Ama a tu esposa, cuida a tu hijo.
En ello está el destino humano.”

Pero Gilgamesh golpeó la mesa y respondió:

“¡No vine por consuelo!
¡Vine a desafiar a la muerte!”

Siduri señaló el horizonte,
donde el mar nocturno golpeaba la orilla:

“Entonces busca a Urshanabi,
barquero de Utnapishtim.
Solo él puede llevarte al otro lado,
donde las aguas de la muerte impiden paso a los mortales.”

Gilgamesh partió de inmediato.

El barquero

Encontró a Urshanabi entre tablillas sagradas y criaturas de piedra.

El barquero levantó la cabeza:

“¿Por qué vienes aquí, rey de Uruk?
Ese camino no es para los vivos.”

Gilgamesh respondió:

“Llévame con Utnapishtim.
Tengo que saber por qué los dioses hicieron la muerte.”

Urshanabi accedió, pero advirtió:

“No toques las criaturas de piedra.”

Gilgamesh, confundido y lleno de temor,
golpeó a las criaturas pensando que eran amenazas.
Pero sin ellas, el barco no podía avanzar mágicamente sobre las aguas.

Urshanabi gritó:

“¡Has destruido mis talismanes!
Ahora deberás cortar trescientas pértigas
y empujarlas una por una,
sin tocar las aguas de la muerte.”

Gilgamesh obedeció,
y juntos se adentraron en un mar silencioso
donde el agua misma era veneno.

 

TABLILLA IX — La búsqueda de Utnapishtim (Continuación)

Llegada al fin del mundo

Tras larga travesía, llegaron a una tierra sin tiempo,
donde vivía un hombre con ojos antiguos y alma eterna.

Urshanabi habló:

“Gilgamesh, he aquí aquel que sobrevivió al diluvio:
Utnapishtim, el Noé de tiempos antiguos,
a quien los dioses dieron la vida eterna.

Gilgamesh cayó de rodillas:

“Enséñame a no morir.”

Y el sabio lo observó en silencio,
como quien contempla a un niño preguntando por la naturaleza del universo.

 

TABLILLA X — Utnapishtim y el secreto del Diluvio

Gilgamesh permaneció ante Utnapishtim en silencio,
como un niño frente al primer amanecer.
El sabio, que vivía más allá del tiempo, habló con voz tranquila:

“Gilgamesh, ¿por qué tu rostro está demacrado?
¿Por qué tu corazón arde como fuego sin reposo?
Ningún hombre puede escapar a la muerte.
Ese es el destino decretado cuando los dioses crearon la humanidad.”

Pero Gilgamesh respondió con amargura:

“¡Mi amigo Enkidu murió!
Su muerte me persigue como sombra.
Mi corazón teme lo que he visto.
¡Dime cómo obtuviste la vida eterna!”

Utnapishtim suspiró:

“La vida eterna no se gana por fuerza ni por realeza.
Yo no la busqué:
los dioses me la otorgaron por un acto único.”

Gilgamesh insistió:

“Entonces cuéntame ese acto.
Quiero conocer el camino que conduce a la luz.”

Utnapishtim miró hacia el horizonte y comenzó su relato.

El Diluvio Antiguo

“Hace mucho, cuando la humanidad era joven,
las ciudades crecieron, el bullicio llenó la tierra,
y el ruido de los hombres perturbó a los dioses.
Enlil tomó una decisión terrible:
borrar a la humanidad con un diluvio que cubriría el mundo.

Utnapishtim cerró los ojos y vio el pasado:

“Pero Ea, dios de las aguas profundas,
vino a mí en sueños y susurró a través de una pared de juncos:

‘Oh hombre de Shuruppak, hijo del sabio,
derriba tu casa y construye un barco.
Abandona tu riqueza y salva tu vida.
Lleva contigo semillas de toda vida:
animales, artesanos, familia y sabios.’

Utnapishtim obedeció.
Trabajó día y noche, sellando el barco con brea,
construyendo compartimentos, cargándolo con vida.

“El cielo se oscureció.
Los vientos rugieron.
Las nubes llamaron con voces de guerra.”

Cuando las aguas llegaron, los cimientos de la tierra se rompieron,
y las fuentes del cielo se abrieron.

“El diluvio rugió durante siete días y siete noches.
Ni montañas hubo, ni campos, ni ciudades:
solo un mar infinito sin forma.”

Los dioses se lamentaron al ver la destrucción.

“Cuando las aguas cedieron,
el barco se posó en una montaña.
Solté una paloma: volvió sin hallar reposo.
Solté una golondrina: también regresó.
Solté un cuervo: vio tierra seca y no volvió.”

Entonces Utnapishtim ofreció un sacrificio.
El aroma subió a los cielos y los dioses lo respiraron como perfume.

Enlil, al ver sobrevivientes, se enfureció:

“¡Esto no debía ser! ¡La humanidad debía perecer!”

Pero Ea lo reprendió:

“Castiga con justicia, no con destrucción total.”

Finalmente, Enlil tocó a Utnapishtim y a su esposa,
y decretó:

“Vosotros viviréis para siempre, entre los dioses,
más allá de las aguas de la muerte.”

El límite impuesto a los hombres

Utnapishtim miró a Gilgamesh con compasión:

“Así obtuve la vida eterna.
Pero mi destino es único.
No habrá otro como yo entre los hombres.”

Gilgamesh sintió desesperación:

“¿Todo mi viaje fue en vano?”

Utnapishtim respondió:

“Si deseas probar si mereces vida eterna,
quédate despierto seis días y siete noches.

El rey se sentó decidido…
pero el cansancio cayó sobre él
y durmió de inmediato.

 

Tablilla X - Utnapishtim y el secreto del Diluvio (Continuación

Mientras dormía, la esposa de Utnapishtim horneó panes cada día
y los colocó junto a él como prueba del paso del tiempo.

Cuando Gilgamesh despertó, creyó haber dormido solo un instante.
Utnapishtim señaló los panes:

“Míralos: uno caliente, otro seco, otro mohoso…
Dormiste siete días.”

Gilgamesh agachó la cabeza.

Un último regalo

Aunque el rey había fallado,
la esposa de Utnapishtim tuvo compasión y dijo:

“Dale algo antes de que regrese con las manos vacías.”

Entonces Utnapishtim le reveló:

“En el fondo del mar hay una planta espinosa.
Es el Arbusto de la Vida.
Quien la toma, rejuvenece.”

Gilgamesh se ató piedras a los pies,
se lanzó al mar profundo
y arrancó la planta con gran esfuerzo.

“¡La llevaré a Uruk!
¡La compartiré con los ancianos!
¡Todos conoceremos la juventud de nuevo!”

Pero mientras descansaba en un manantial,
una serpiente olió la planta,
salió del agua
y se la robó.

Mudó su piel al instante, rejuvenecida,
y se deslizó lejos para siempre.

Gilgamesh lloró:

“¡Todo mi esfuerzo fue inútil!
¡La vida eterna se escurre como agua entre los dedos!”

Utnapishtim dijo:

“Regresa a Uruk.
Aprende lo que significa ser hombre.”

Y así comenzó el retorno.

TABLILLA XI — El regreso y la sabiduría del rey (Continuación)

Gilgamesh emprendió el camino de vuelta,
ya sin fuerza para desafiar al mundo,
sin esperanza de encontrar vida eterna.
Pero algo nuevo crecía en su pecho,
como una semilla que brota tras la tormenta.

Caminó junto a Urshanabi hasta volver a tierras mortales,
y mientras recorrían desiertos y montañas,
el rey guardaba silencio.

Ya no era el orgulloso señor que partió de Uruk,
sino un hombre marcado por la pérdida,
con la mirada abierta al misterio del mundo.

La serpiente y la lección final

Mientras avanzaban, Gilgamesh miró las huellas de la serpiente en la arena.

“Ella obtuvo la juventud... y yo no.
¿Para qué se me dio fuerza, si ni los héroes pueden escapar al destino?”

Urshanabi respondió:

“Tu destino no es vivir para siempre,
sino dejar algo que perdure más que tu cuerpo.”

Gilgamesh levantó la vista,
y por primera vez desde la muerte de Enkidu,
sus pasos tomaron dirección con calma.

Regreso a Uruk

Al llegar ante la ciudad, el rey observó sus murallas:
altas, pulidas, resistentes,
piedras unidas con manos humanas
pero elevadas con propósito divino.

Entonces habló:

“Mira esas murallas, Urshanabi.
Ningún rey ha levantado tales puertas.
Cada ladrillo lleva el sello de los pueblos que lo construyeron.
Esta es la obra que desafía al tiempo.”

Ya no veía a Uruk como trono o dominio,
sino como legado.

Recorrió las calles, saludó al pueblo,
no como semidiós, sino como hombre que comparte el mismo destino.

Caminó hasta la tumba de Enkidu
y colocó las manos sobre la piedra.

“Hermano… no pude vencer a la muerte.
Pero vivirás mientras yo viva,
y mientras Uruk recuerde nuestros nombres.”

El aprendizaje

Gilgamesh entendió, al fin,
que los dioses guardan la inmortalidad para sí mismos,
pero otorgan a los hombres otra forma de eternidad:

Obra, memoria y legado.

“No he obtenido la vida eterna,
pero he aprendido a vivir.”

Y así gobernó con sabiduría,
ya no para saciar su orgullo,
sino para fortalecer a su pueblo,
proteger a los débiles
y construir lo que durara más allá de su cuerpo.

Epílogo

El narrador concluye:

“Por eso cuentan los ancianos el nombre de Gilgamesh,
rey de Uruk, hijo de Ninsun, amigo de Enkidu.
Sus obras no han sido borradas del mundo.
Mientras se cuenten historias,
él vive.”

TABLILLA XI — El regreso y la sabiduría del rey

Gilgamesh emprendió el camino de vuelta,
ya sin fuerza para desafiar al mundo,
sin esperanza de encontrar vida eterna.
Pero algo nuevo crecía en su pecho,
como una semilla que brota tras la tormenta.

Caminó junto a Urshanabi hasta volver a tierras mortales,
y mientras recorrían desiertos y montañas,
el rey guardaba silencio.

Ya no era el orgulloso señor que partió de Uruk,
sino un hombre marcado por la pérdida,
con la mirada abierta al misterio del mundo.

La serpiente y la lección final

Mientras avanzaban, Gilgamesh miró las huellas de la serpiente en la arena.

“Ella obtuvo la juventud... y yo no.
¿Para qué se me dio fuerza, si ni los héroes pueden escapar al destino?”

Urshanabi respondió:

“Tu destino no es vivir para siempre,
sino dejar algo que perdure más que tu cuerpo.”

Gilgamesh levantó la vista,
y por primera vez desde la muerte de Enkidu,
sus pasos tomaron dirección con calma.

Regreso a Uruk

Al llegar ante la ciudad, el rey observó sus murallas:
altas, pulidas, resistentes,
piedras unidas con manos humanas
pero elevadas con propósito divino.

Entonces habló:

“Mira esas murallas, Urshanabi.
Ningún rey ha levantado tales puertas.
Cada ladrillo lleva el sello de los pueblos que lo construyeron.
Esta es la obra que desafía al tiempo.”

 

 

TABLILLA XI — El regreso y la sabiduría del rey (Continuación)

Ya no veía a Uruk como trono o dominio,
sino como legado.

Recorrió las calles, saludó al pueblo,
no como semidiós, sino como hombre que comparte el mismo destino.

Caminó hasta la tumba de Enkidu
y colocó las manos sobre la piedra.

“Hermano… no pude vencer a la muerte.
Pero vivirás mientras yo viva,
y mientras Uruk recuerde nuestros nombres.”

El aprendizaje

Gilgamesh entendió, al fin,
que los dioses guardan la inmortalidad para sí mismos,
pero otorgan a los hombres otra forma de eternidad:

Obra, memoria y legado.

“No he obtenido la vida eterna,
pero he aprendido a vivir.”

Y así gobernó con sabiduría,
ya no para saciar su orgullo,
sino para fortalecer a su pueblo,
proteger a los débiles
y construir lo que durara más allá de su cuerpo.

Epílogo

El narrador concluye:

“Por eso cuentan los ancianos el nombre de Gilgamesh,
rey de Uruk, hijo de Ninsun, amigo de Enkidu.
Sus obras no han sido borradas del mundo.
Mientras se cuenten historias,
él vive.”

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